Mi
colegio en Lima tenía muy buenas oportunidades para expandir los horizontes de los jóvenes. Los viajes de curso figuraban entre éstas. Claro que la billetera
de nuestros padres, además de tener que pagar una colegiatura ciertamente elevada,
se veía una vez más vacía por el costo de estos privilegios, pero era un gran
beneficio para sus hijos. En 10º Grado, el Profesor Antonio – tanto un
magnífico educador como persona, proveniente de la provincia de la Columbia
Británica – invitó a los padres de familia a su salón, donde hizo su
presentación anual sobre la selva peruana. Como jefe del departamento de
ciencias, el organizaba un viaje al Parque Nacional Manú (una reserva
biosférica ubicada en Madre de Dios, Perú) junto con un voluntario empleado por
el colegio y otros profesionales del área para servir de guías. Todo parecía
muy prometedor.
Un paseo por el rio Manú |
Mis
amigos, nuestros padres y yo, nos sentamos atentamente a escuchar la
presentación. El Profesor Antonio convenció prácticamente a todos los extranjeros
de esta provechosa experiencia para sus hijos, sobre todo al indicar que les
cambiaría la vida para siempre. No se trataba de cualquier paseo en el campo.
Para nada. La madre naturaleza era la reina de esas tierras y sus criaturas
imponían su doctrina. Este lugar logró conservarse hasta la fecha por su
terreno totalmente inaccesible. Es el Parque Nacional más grande del Perú,
cubriendo un área de 15,000 km2. Contiene uno de los niveles más altos de
biodiversidad de cualquier otro parque en el mundo, con un increíble número de
especies en cuanto a plantas y animales. Muchos de ellos eran venenosos,
incluyendo unas hormigas inmensas. Quizás si se te acercaba un puma y te lamía
la cara, tendrían que llevarte en helicóptero al hospital de inmediato. No habían
seres humanos tal y como los conocemos por unos 60 kms de distancia hasta el
campamento y la única forma de llegar hasta allí era en barco por un río – si
no me equivoco, este llevaba el mismo nombre que la reserva ecológica.
Yo no
estaba del todo convencido de ir a ese lugar pues ya había visitado ese tipo de
lugar en Cumaná, Venezuela a finales de los años 80, por lo tanto sentía que no
había nada nuevo que ver. Ya era yo adolescente, entonces era difícil
impresionarme – como la mayoría a esa edad. Poco después recibí la lamentable
noticia que ninguno de mis amigos o sus padres estaban convencidos que valía la
pena invertir en tal expedición, entonces no irían. El balance ahora favorecía
lo negativo, pues ahora no me interesaba para nada pasar siete días con
compañeros con los que realmente no me llevaba. Recuerden, yo era muy tímido en
esa época entonces era agobiante estar obligado a conversar con gente que no
era de mi grupo. Por otro lado, mis padres se sentían totalmente comprometidos
con la idea que proponía el Profesor Antonio y que esa experiencia me cambiaría
la vida para siempre. Además, creo que ellos hubieran adorado planear ese viaje
con sus dos hijos pero les era imposible. Desafortunadamente para ellos, era
una excursión que requería un grupo de personas dispuestas a pasar una semana
en condiciones de vida muy básicas. Esta es la definición de “estar
desconectado de la red.” Al mirar hacia el cielo nocturna, parecia que todas las estrellas en la galaxia eran visibles debido al aire tan puro y nos ilumniban el camino.
Mi peor pesadilla se vio cumplida
cuando mi pasaje fue comprado, confirmando que viajaría con pura gente
desconocida. La persona que conocía mejor era Jean-Louis Antonio, pero claro
que no era de mi edad. Un grupo elite de alumnos de 10º grado partieron de Lima
por avión rumbo a Cuzco para empezar la gran aventura en un bus. Este demonio
de acero japonés nos llevó por lo alto de la cordillera andina pasando por
pueblitos aislados de la civilización, habitados por gente que temía la llegada
de gente foránea. Esto me resultó muy curioso. Después, bajamos hacia el calor
y humedad del geoclima casi selvático y un territorio que casi nadie conocía.
Desde el último pueblo del planeta, nos montamos a un barco, llegando casi una
hora más tarde al campamento, rodeado de monos que hacían ruido como si
aullaran– los mejores monos con los que me había topado hasta la fecha – y otras
tremendas fieras tales como cocodrilos, pájaros exóticos y pumas. Sobre todo
serpientes, el regalo más precioso para la humanidad. Pasamos 7 días en el
campamento, con mosquiteras tapando las camas – las redes siempre estaban
cubiertas por dentro y por fuera de insectos gigantescos. Las duchas eran de
las más básicas y el río no era una alternativa debido a la alta población de
sanguijuelas.
Los tenores de la selva |
La
lección que aprendí de ese momento es: a veces, pensamos que la vamos a pasar
fatal pero las circunstancias nos recompensan por ese esfuerzo. Aquí hice mi
primer amigo peruano, Sebastián Majluf, quién compartía mis mismos gustos
musicales y me prestó un casette excelente de Pearl Jam para mi Walkman (genial
la tecnología moderna) y por allí se fue despidiendo mi eterno acompañante
conocido como “la timidez.” Debía relacionarme con gente para mantener la
cordura. Puede ser que por las dificultades que experimentamos todos en
conjunto debido a nuestras terribles condiciones pasajeras – todos extrañábamos
los lujos diarios – pero empezamos a entendernos hasta con la gente que menos
nos esperábamos. También tuve mis primeras amigas de mi edad, lo cual
anteriormente hubiera sido imposible debido a la timidez. Esto cambió gracias a
un esfuerzo en común entre estadounidenses y canadienses que creó un
sentimiento de comunicación interpersonal natural. Quién sabe porque existe esa
cierta torpeza entre niños y niñas, pero estoy seguro que es un tema que atañe
todas las culturas. Todos siguen siendo amigos muy queridos hasta la fecha y
fue verdaderamente un viaje que me cambié la vida para siempre.