En el Océano Pacífico existen varias islas apartadas del resto del mundo creadas por la Madre Naturaleza debido a erupciones volcánicas. Entre ellas, está el paraiso tropical llamado Tahití, nuestro segundo destino en la aventura por la Polinesia. El aeropuerto internacional fue nuestro punto de entrada después del largo recorrido desde Hanga Roa. Durante el vuelo nos acompañaron los Mambo Kings por segunda vez. Tahití hace las veces de centro administrativo de los territorios franceses en las Islas de Barlovento. Este precioso archipiélago es reconocido por sus playas de arena negra y su supercificie pequeña pero montañosa. Los primeros habitantes fueron Polinesios, arribando a la región cerca de los años 300 AD y la arquitectura de este pueblo antiguo aún se puede admirar en toda la isla, inclusive en la capital, Papeete. Aproximadamente 70% de la población es de origen autóctono y el resto proviene de China, Europa, o mezclas entre culturas, conocidos como demis. Tahití se anexó a Francia en 1880 y como resultado, el único idioma oficial es el francés, aunque el idioma nativo es Reo Tahiti. comunmente hablabo por la mayoría de la gente. Tahiti se encuentra a unos 4,400 km al sur de Hawai, a unos 7000 km al oeste de la costa chilena y 5700 km al este de Australia. La isla tiene una carretera pequeña que circunvala las montañas vestidas de una selva tropical abundante, además de la costa con su mar infinito. El cambio de estación no es marcado como en otros países, pero se distingue entre época de lluvia y la estación seca. Los días que pasamos en esta isla remota fueron durante la temporada de lluvia.
Le truck, el transporte público |
Mientras nos sentábamos en la mañana para el desayuno, nuestro día de aventura presentaba un día gris con el clima mojado y con viento. Durante la noche cuando estábamos recargando las pilas para empezar una nueva aventura, se instaló una tormenta tropical sobre nuestra isla causando un cese a las activades en el paraíso. Teníamos programado un viaje por transbordador a Moorea, sólo a 9 km de distancia al noroeste del puerto de Pepeete, el cual terminó siendo cancelado debido al tifón. Mi papá no desistía de nuestro plan y nos llevó por toda la ciudad en busca de un avión, barco o cualquier otro medio de transporte que nos pudiera ayudar a cruzar la bahía. Hasta un barco de pesca armado de un capitán ambicioso nos hubiera podido ser útil en un peligroso viaje. El dinero no parecía funcionar como incentivo para los habitantes al enfrentarse contra la naturaleza que no perdona. Este comportamiento era admirable pero muy contra-producente para nosotros pues mi padre no quería darse por vencido hasta no probar todas las opciones. Estoy seguro que si hubiésemos estado en una situación en la que no teníamos que cargar equipaje hacia el otro lado, mi padre hubiera considerado nadar 9 km. Después de haber pasado unas horas de investigaciones seguidas de comentarios como "¡Tengan cuidado, hay un tifón!", mi padre percibió que tenía que rendirse ante las circunstancias. Yo podía darme cuenta de lo duro que esto fue para él, apesar de que todos los demás, ya nos habíamos dado por vencidos confiando en la sabiduría del pueblo referente al clima y el océano. Estábamos tan cerca y no podíamos alcanzar nuestra meta. ¡Qué frustrante puede ser ver con tus propios ojos el destino pero no tener ningún poder para alcanzarlo! Recuerdo a mi padre señalando desde el puerto a dónde teníamos que ir. Aunque no se encuentre ningún consuelo, todo tiene su motivo en la vida. Nos enteramos de esto por la tarde cuando vimos el único noticiero en la televisión mostrando Moorea y nuestro hotel construido sobre unos palafitos que desaparecieron, seguramente en algún lugar al fondo del mar, donde la vida es menos sabrosa.
Al quedarnos abandonados a la suerte en nuestra isla rodeados por nubes repletas de furia tropical, decidimos que debíamos cambiar nosotros mismos nuestra suerte. Ya paseamos lo suficiente a la orilla del puerto, donde se encontraban hoteles y tiendas para los turistas durante el fracaso de nuestra saga de transporte. Todo por esa zona estaba cerrado debido al tifón. El puerto también era un punto de parada para cruceros y me imaginaba barcos llenos de pasajeros en una danza incómoda dictada por el movimiento de las olas y la fuerza del viento. Definitivamente, el mejor lugar en estos momentos es tierra firme. El único negocio abierto con el que nos cruzamos fue un mercado en el que compramos unos sandwiches deliciosos como los de Francia, llamados Croque Monsieur, los cuales nos sabían deliciosos después del hambre que pasamos intentando de encontrar un restaurante de comida típica abierto. Era ideal para nosotros pasar un tiempo saboreando un almuerzo para quemar el tiempo que era algo que teníamos en abundancia por esta insoportable tormenta. A parte del mercado, había un cine que estaba abierto a los refugiados del clima. No tenían películas del cine nacional en pantalla (probablemente porque la comunidad de actores era muy limitada) pero no encontramos obstáculos para obtener entradas para una película llamada Navy Seals. Tampoco fue problema el hecho de que mi hermano y yo eramos menores de edad para poder entrar al cine, quizás también por la escasa clientela. El público era parecido a la de la película de Cape Fear, donde una familia está sentada viendo la pantalla mientras les estorbaba la compañía de Robert De Niro y el humo de su habano. Navy Seals protagonizaba un joven Charlie Sheen quien liberaba un grupo de fuerzas especiales resistiendo todo tipo de clima difícil, con el fin de llevar una misión secreta al Oriente Medio. Mientras admirábamos estos soldados en una lucha incansable para llegar a su meta sentimos una afinidad por ellos pues el tifón frenó nuestra travesía. La vuelta al cine terminó después de casi más de una hora y media de nuestro día. Después de esto nos fuimos de paseo en el medio de transporte del pueblo, conocido como Le Truck, un servicio muy limpio, respetuoso y amable. Le preguntamos a la conductora qué tanto nos podía acercar a nuestro hotel y viendo que eramos los últimos pasajeros para bajarnos del bus, nos dejó a la entrada del mismo. La gente en este lugar era muy amable y parecía hacer todo lo posible para ayudar a la demás gente. Supongo que muchos de ellos se conocían entonces ese elemento permitía un estilo de vida más fraternal comparado con el mundo trascendental de las grandes ciudades, donde el ritmo de vida es acelerado y la vida es dictada por el estatus social, lo cual limita el intercambio. Este tipo de comportamiento no era en lo absoluto compatible con la cultura del lugar.
Al día siguiente aún no daban señales de que el clima tropical mejoraría. Moorea se veía más lejos que nunca. Después de consumir nuestro desayuno continental, mi padre estaba planeando las actividades del día. Cada vez que se daba cuenta que Moorea se había convertido en una causa perdida, sus contribuciones a la charla en la mesa se volvían menos frecuentes dejando paso a una frustración muy comprensible. Nos propuso que alquilaramos un automóvil para recorrer Tahití. Esta ideal fue perfecta para llegar a los puntos de interés como por ejemplo los jardines botánicos. Todos pensamos aprovechar esta maravillosa oportunidad para admirar la naturaleza tropical que adornaba la mayoría del territorio. Al estacionarnos frente al parque, un letrero nos anunciaba que los jardines estaban cerrados debido al tifón. Empezamos a preguntarnos si la gente usaba el clima como pretexto para tomarse un día de reposo. Tendríamos que buscar otro lugar para visitar. Mi madre en esa época era una maravillosa artista y había pintado unos paisajes espectaculares durante nuestra estadía en Venezuela, entonces continuó en Chile cuando disponía de algún tiempo libre. Como artista y francesa, Tahití le tenía un tesoro reservado sólo para ella. Nuestra próxima parada era la galería Paul Gaugin. Mientras recorríamos la ruta para llegar pensando si cerrarían también por la innombrable circunstancia, seguramente mi Maman estaba imaginándose las obras que iba a encontrar. Gaugin nació en Paris, Francia a mediados de 1800 y era reconocido como un pintor post-impresionista. El había pasado varios años en la Polinesia francesa dedicándose a pintar gente y sus vidas a su propia manera. Se había enamorado de esa nueva cultura y murió en una isla de la colonia. Este lugar era uno de los pocos abiertos, pero después de todo, le dejó a mi madre con una cierta decepción pues era una exposición de copias de las piezas originales. De cualquier manera estábamos felices de haber encontrado un lugar abierto. Además logramos aprender un poco de las obras de arte para poder formular la frase "Vahine raki raki" significando, mujer fea, gracias a una pintura de Gaugin.
Maman, Brian y yo con edificios de estilo polinesio |
Uno de mis recuerdos más especiales de este viaje ocurrió poco después de la visita al museo, al volver hacia Papeete para completar el círculo de la isla. Paramos por la ruta donde a la derecha el mar se anunciaba con el golpe rutinario de las olas contra la costa, y a la izquierda, una barranca con un agujero pequeño junto al camino. Este fue el tesoro de mi padre. Las olas al golpear contra la costa, están en realidad enfrentándose ante un sistema de agujeros y cuevas que forman el terreno de la isla. Esto se debe, a que todo es piedra volcánica y tiene un parecido al queso suizo (similar al queso de los dibujos animados llenos de agujeros) y si estas perforaciones presentan las condiciones adecuadas para que materia pueda encontrar una salida, se crea una salida violenta de niebla húmeda por el lado contrario. El poder natural de cada ola crea su propia explosión acompañada de un sonido de tamborazo, lo cual pudimos constatar de cerca. Este fenómeno se llamaba El Hoyo Soplador (en letra mayúscula en honor a la importancia que le designó mi papá). Cada rociada parecía un breve manguerazo en harmonía con la marea y esto parecía encantarle a mi padre. El quería documentar este gran descubrimiento con su cámara y quería que Brian y yo posaramos para comprobar que los Bickford se midieron con el glorioso Hoyo Soplador. Los dos decidimos echarnos para atrás pues no deseábamos entrar en contacto con la rociada y mi Maman fue muy astuta animando a mi padre para posar y que nosotros capturaríamos el momento en foto. Como resultado, mi padre aún narra esta historia con una gran sonrisa recordando el malestar de una húmedad salada dentro de los pantalones por la rociada del hoyo soplador. Siempre termina el cuento con su risa característica. La vida esta llena de recuerdos especiales y nunca olvidaré cómo pasamos tan entretenidos aun teniendo que improvisar nuestros planes. El cuento del hoyo soplador siempre será una historia para contar a futuras generaciones.
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