En una edición anterior referente al multiculturalismo, mencioné que
algunas personas recién llegadas al Canadá suelen buscar elementos relacionados
a su patria. Al inicio de esta etapa de transición, yo demostraba un cierto
cambio a esta tendencia. Teórica y físicamente estaba en el territorio al que
pertenecía, ya tenía un chip operativo reprogramando mi sistema para incluir
programación de comportamiento Sudamericano – una cultura valorando el hecho de
trabajar fuerte para poder disfrutar del
tiempo libre, equilibrando a la vez el mundo personal y profesional.
Esto también lleva un cierto paralelo con mi ancestría mediterránea. Me hacía
falta ese cariño, alegría e informalidad del pueblo latinoamericano. El
esplendor de jardín botánico de la diversidad cultural daba fruto a mi
alrededor, pero no lograba encontrar el cuadro de flores perfecto en el que
quería permanecer. Mi subconciente luchaba sin cesar con su contraparte ubicaba
en la conciencia, adviertiéndole de los riesgos al establecerse de forma
prematura en el panorama global. El hecho de echar raíces en Ottawa, ¿podría
ser interrumpido por otra mudanza en un futuro cercano? ¿Me encontraba donde
pertenecía?
Mientras que este combate interno
persistía en el fondo del microprocesador, en la pantalla que todos podían ver
por fuera, aun notaban rastros de un chico optimista que alguna vez existió. En
algún momento dí un paso en falso e inicié una caida libre penetrando en la
oscuridad del reino de la timidez. Fuera de mi mundo de los Cuatro Fantásticos,
las relaciones interpersonales parecían complicarse más que nunca y establecer
amistades compartía una cierta similitud a los trámites burocráticos. ¿Me
sucedía todo esto por la edad? ¿Estaba viendo con mis propios ojos un tipo de trastorno
de estrés postraumático como un soldado volviendo de una guerra? Los niveles de
comodidad que gozaba durante mi estadía en el extranjero, ya formaban parte de
un pasado desconocido. El yo interno se perdía en una marea indomable de
preguntas a las cuales mi mente aún no estaba dotada del equipo adecuado para
navegar con cierta tranquilidad, propulsándome a una mentalidad más semejante a
la de un adolescente. Era difícil entenderme con chicos de mi edad pero me
sentía mejor al identificame con gente mayor, convencido que mi estilo de vida
nomada era como un tipo de rito pasajero. Era como estar parado frente a una
calle repleta de agujeros. De cualquier manera, se me presentaba un nuevo
regalo de la vida, como un rayo de sol iluminando mi barrio nublado de Ottawa
South. No podía ni imaginarme que uno de mis mejores amigos de toda la vida
iba a cruzarse en el sendero de mi vida, ayudándome indirectamente e
incondicionalmente a enfrentar esta etapa conflictiva. Como resultado, sembré
una semilla en tierra canadiense. La manera en que se formó este enlace
especial entre dos niños de tercera cultura, pero también cómo dos familias de
culturas totalmente distintas dieron vida a una internacional más grande y
unida, es una historia que adoro compartir y siempre valoraré.
Los padres de familia Bickford y Márquez |
La relación internacional
Bickford-Márquez fue establecida a fines de los años 1970, cuando nuestros
jefes de familia se conocieron por primera vez. Jhonny Márquez se encontraba en
misión como funcionario de la Embajada de Venezuela, cumpliendo
responsabilidades similares a las de mi padre. Su esposa, Delia, estaba esperando su segundo bebé, un hijo que acompañara a la hija mayor, María
Virginia que los acompañaba desde hacía algún tiempo en sus viajes. Yo aún no
figuraba en la imagen del grupo, pues la cigüeña aún no había recibido el
pedido de entrega a domicilio. Juan Alberto nació en Ottawa, un día fresco de
otoño, siendo el primero en su familia nacido en territorio canadiense. Debido
a la dificultad para obtener visas y los costosos viajes internacionales, una
madre se veía separada por segunda vez de su familia en un lugar extraño,
rodeada de nieve y caras desconocidas. Mi Maman se había enterado de
esto por el círculo diplomático, y decidió ir a verla. Delia quién empezaba a acomodarse con el
nuevo integrante a su linda familia. Mi madre conocía muy bien esta situación
que enfrentaba su nueva amiga pues se enfrentó a este reto similar en 1978.
Debe ser un desafío psicológico inmenso pasar un embarazo y un parto lejos de
sus padres biológicos. Mi Maman siempre consideró en parte que corría
con suerte porque tenía a sus suegros apoyándola a tan sólo unos mil kilómetros
de distancia. Este gesto de amistad entre una madre y otra fue un momento
inmortalizado dando el inicio a nuestra gran saga.
El proyecto intercultural tuvo que
ponerse a un lado, poco después del lanzamiento de esta gran iniciativa, cuando
mis padres fueron asignados para salir en misión en 1980. Cuando volvieron a
Ottawa en 1983 (ahora conmigo haciendo parte del equipo), los Márquez ya se
habían marchado. Así es el mundo de los que viven en la diplomacia. Todo es
provisional. Posteriormente, durante nuestra misión en Venezuela de 1986 a
1989, mi madre participó en una feria con fines de caridad representando la
comunidad canadiense, donde pudo restablecer la líneas de comunicación con los
Márquez. La madre de Jhonny (quién no conocía) estaba entre el público presente
y ello propició nuevos momentos. ¡Qué buena coincidencia! Ahí, se convirtieron
en los tíos venezolanos tanto para Brian como para mí, y nos encantaba
saludarlos cuando venían a casa para algunas funciones diplomáticas, cocteles o
cenas oficiales en nuestra residencia en El Cafetal. Siempre eran muy cariñosos
con nosotros, sobretodo la tía Delia. Pero esto no fue para siempre. Tuvimos
que hacer maletas y despedirnos, tomando rumbo hacia Chile. Mis padres se
preguntaban si algún día volveríamos a verlos.
Los Bickford y los Márquez en Archer, Ottawa, ON |
En 1992, ya habíamos perdido todo
rastro de nuestra familia venezolana. Mi padre, sin la necesidad de realizar un
trabajo interminable de inteligencia, encontró por pura casualidad una foto de
Sr. Márquez en “The Diplomat”, una revista anunciando novedades en el
mundo de relaciones exteriores y de la diplomacia en la región de Ottawa. El
titular indicaba al lector que éste había apenas llegado a la ciudad,
nuevamente representando la Embajada de Venezuela. Mi padre compartió la
información con mi Maman, quién llamó a la Embajada de Venezuela, y habló con Jhonny quién le proporcionó el
número telefónico de su casa, quién
luego llamó a Delia, y ella le mencionó a mi Maman que vivian a una
cuadra de nuestra casa en Gillespie. Esta larga combinación de “quienes”
facilitan el propósito de la brevedad en cuanto a este proceso. Durante la
llamada telefónica entre Delia y Maman, se dieron cuenta de lo cerca que
estábamos de puerta a puerta, entonces decidieron no esperar para la reunión
que se daría al colgar el teléfono. Mi madre me mencionó esto invitándome a
acompañarla para también conocer al hijo que era más o menos de mi edad. No
conocía a Juan y la memoría de mis tíos era algo vaga. Salimos de Gillespie hacia Archer, tocamos el
timbre y Delia nos abrió la puerta con una sonrisa genuina seguida por abrazos
y besos. Esta acogida tan calurosa era lo que anhelaba y recordaba de mi
Venezuela. Luego conocí a Juan quién estaba entretenido con su Supernintendo,
jugando Las Tortugas Ninjas Adolescentes Mutantes: Tortugas En El Tiempo. Al
principio me di cuenta que los dos eramos tímidos entonces nuestras primeras
charlas fueron breves y básicas. Perfecto para mí en ese momento, aunque no nos
tardamos nada para encontrarnos en un gran sentido del humor compartido,
nuestro amor por el basquet, películas de Van Damme, convirtiéndonos como
hermanos con diferentes madres. Ya ha pasado demasiado tiempo desde la última
vez que nos hemos visto pero sé que la próxima vez que nos encontremos será
como si nos hubiésemos visto ayer. ¡Una
verdadera amistad!.
Nuestras reuniones de familia en esa
época dieron un tono tropical a los inviernos helados. Juntos copatrocinamos un
evento navideño anual utizando un sistema de amigo secreto. El reglamento
dictaba que todo regalo debía ser comprado en la tienda de un dólar y el día de
nuestro evento, el artículo comprado se daba a una persona aleatoria. A mi Dad
le regalaron dos años seguidos un aparato para rascarse la espalda por pura
casualidad. Jamás lo ví sacarle provecho al regalo. Jhonny me regaló un año un
libro para colorear de dinosaurios y como me veía confundido al recibirlo, todo
el ambiente fue invadido por carcajadas. Los regalos fueron tremendamente
entretenidos sobretodo porque todos se dejaban llevar por la risa y la
felicidad sin querer ofender a nadie. También organizábamos noches de
espectáculo durante el año, a veces con invitados especiales como una familia
peruana que tocaba el cajón – el instrumento nacional – y bailaban La Marinera,
mi padre, Brian y yo, tuvimos suerte cantando una opera alemana sin conocer la
letra, conservando recuerdos inolvidables. Nuestras realizaciones de dichas
presentaciones se toparon con aplausos, chistes referentes a nuestra falta de
talento, el público arrojando objetos tales como una pantufla y otros modos de
respuesta interactiva. Nuestras casas eran el lugar ideal para pasar el tiempo
en Ottawa. Tanto así, que Juan y yo prácticamente siempre pasábamos gran parte
del tiempo o en su casa o en la mía. Era una comunidad de bufones.
Estas reuniones siempre era algo que anticipábamos con mucha alegría y fue lo
que me ayudó a crear ciertas raíces en esa ciudad. Para mí, Ottawa era un
sinónimo de los Márquez, mi adorada familia venezolana.