En 1997, mi núcleo familiar fue tomado bajo
asedio después de dejar atrás los balazos y mortajas marcando la conclusión de
la crisis de los rehenes. Mi hermano mayor, Brian, debía separarse del grupo
para estudiar medicina, cortanto esa agradable rutina que se creó al pasar los
años. Aparentaba estar emocionado de dejar atrás el nido, cegado por la
inevitable emancipación que se le acercaba. Yo compartí esa alegría que sentía,
festejando al lado suyo sus grandes logros pero no podía evitar imaginar lo
difícil que sería vivir en esta casa sin él. El gran concierto sepulturiano
jubilaría su gran orchestra que alguna vez resonó de forma diaria por toda la
casa, amplificada por parlantes caseros hecho por él junto con su mejor amigo,
Paul. Los metaleros empacaron sus efectos personales para el carnaval educativo
en London, Ontario. Esos días donde un partido de "21" con nuestro amigo balón de
basquet ayudaba a alejar el aburrimiento sería sustituido por un solitario
jugador en un mano a mano contra la cesta. Nuestro equipo de softball sufriría la
partida de nuestro mejor lanzador y bateador zurdo que dejaba su contrincante
más importante, la muralla verde del campo derecho. Los viajes de familia ahora se reducían a tres pasajeros. Poco
sabía que esos momentos de compartir el mismo techo se habían terminado. Este
cuento se acabó.
Para llevar el cuento de mal a peor, como
regalo del décimo aniversario del triunfo de mi madre ante el cáncer, se nos
volvió a instalar en casa después de ser diagnosticada nuevamente poco antes de
la despedida de Brian. Dad y Maman nos llamaron como era la rutina dictando la
seriedad del momento para conversar con nosotros y mi padre uso esa frase
acuñada: “No es nada serio.” Dentro de cada escenario donde fueron usadas esas
cuatro palabras en secuencia uniforme, el significado era que se trataba de
algo muy serio. Mi madre me comentó años después que ese había sido el motivo
de ir a visitar su madre sola durante las vacaciones de verano, pues podría
haber sido su última oportunidad. Mi madre fue hospitalizada el 15 de agosto de
1997 en la Clínica Montesur en Monterrico, Lima, cumpliendo sus deberes en
el quirófano y después permaneció unos 5 días bajo observación hasta que la
dieron de alta. Brian se quedó algunas noches para hacer guardia durante su
estadía y mis pedidos para hacer el relevo fueron negados debido a mis
responsabilidades escolares. Todos recomendaron – teniendo mis mejores
intereses en cuenta – que lo mejor para mi era de continuar mi rutina normal.
Nunca fui partidario de que otros decidieran por mí. Lo único que maquinaba en
mi cerebro era la duda si mañana seguiría teniendo una madre o perderla por el
persistente cáncer que simplemente no quería dejar nuestra familia en paz. Ella
era el ente que mantenía la familia en orden.
El colegio no me sirvió para distraerme. Mi
madre era la profesora de francés desde hacía mucho tiempo pero ahora... está
ausente. Esto era poco característico en su carrera de maestra en Roosevelt.
Por supuesto que los demás profesores sabían el motivo pero los estudiantes
empezaron a indagar hasta que, como muchos niños y adolescentes lo logran,
consiguieron encontrar la respuesta. Poco después, me ví rodeado de compañeros
y otros entregándome algo así como un sentido pésame, deseando que pronto mi
vida volviera a la normalidad. Yo sinceramente hubiera preferido en ese momento
que todos fingieran como si todo estaba bien y normal. Todo bien. Lo mejor para
mí fue cuando alguien se acercó a decirme: “Tuve un hermano que murió de cáncer
si necesitas una persona con quién desahogarte.” ¡Ufa! No fue el comentario más
apropiado para esa circunstancia pero sí que sus intenciones eran nobles. Me
sentí como un pasajero en el Titanic, rumbo hacia la cúspide escolar justo
cuando entraba a los años más importantes del colegio – los que realmente son
importantes bajo el punto de vista de las universidades. Sabía que debía luchar para mantener ese lugar
codiciado y aprobar para permanecer en el programa del Bachillerato
Internacional, concentrándome productivamente en lo poco que podía influenciar.
Lo debía conseguir. Al llegar septiembre, Brian se había ido. No huía de la
realidad. Al contrario. Debió ser muy difícil para él dar ese paso adelante en
su vida sabiendo que su madre se quedaba atrás siguiendo tratamientos
intensivos de radioterapia. Ellos siempre fueron muy unidos.
Todos pasamos por momentos
difíciles en la vida y muchas veces no consideramos la suerte que tenemos ante
los demás. Muchos entre nosotros somos culpables de sentir que las cartas en la
mesa no son las que queríamos, recrimanos a Dios, la vida o cualquier otro
elemento que nos desfavorece. Fui ciertamente algo culpable de unirme a esa
escuela ideológica a mi temprana edad al toparme con esta crisis, sometiéndome
en el olvido dentro del espacio karmático. Un personaje externo podría decir
con una frialdad calculada a una persona pasando por algo similar, “¡Olvídate
de eso!” o “¡Así es la vida!” – normalmente lo último que queremos escuchar en
estas instancias – que puede ser la mejor cura para ese bajón. Cada uno tenemos
nuestros propios mecanismos de supervivencia. En la hora de la verdad cuando me
encontraba ante lo que parecía el fin del mundo, me dí cuenta que cualquiera –
tanto yo como ustedes – puede contar con la bondad del ser humano. Extraños se
vuelven amigos, amigos se vuelven hermanos y relaciones que parecían perdidas
se pueden rescatar. Le toca a cada uno lidiar con ese dolor, el vacío pesado,
pero uno se merece seguir viviendo el después. Mañana podrás perder un ser
querido pero debe seguir la función – siempre inmortalizando dentro del corazón y los recuerdos los que ya se fueron. Mi madre luchó y ganó nuevamente, algo que se logró con el cariño y
apoyo de los amigos, sus hermanos y la familia que se unió a nuestro núcleo.
Ninguno de ustedes jamás ha sido olvidado en nuestra casa por su gran gesto de
hermandad en la hora de la verdad. Siempre dicen que uno descubre sus verdaderos amigos en los momentos duros.
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