Una discusión que se sigue prolongando por más
de varios siglos es la de dos bandos totalmente opuestos, defendiendo lo que
sienten es superior: la cantidad o la calidad. Algunos viven con el dicho de
entre más somos, mejor, mientras que otros están convencidos que las cosas
buenas se dan en pequeñas cantidades– piensen en las porciones de un
restaurante gourmet. Cuando se trata de la Ciudad de México, pareciera que
ambos mundos caminan con una cierta armonía desfilando orgullosamente desde el Paseo de la
Reforma hacia el resto de la ciudad. Realmente estoy anonadado con lo bien que
se mueven las cosas en una ciudad colosal en cuanto a su población y superficie
comparadola a Toronto que no cuenta ni con una cuarta parte del tamaño. Claro
que también existen sectores peligrosos en las profundidades metropolitanas
como en cualquier otra ciudad, pero los barrios – o como dicen allá, ‘colonias’ –
elegantes intimidan desde la quinceañera de Rosedale hasta la lujosa señora de
Fifth Avenue. El paraíso del shopping para los que dispongan de un
presupuesto. Yo tuve el inmenso placer de visitar y conocer muchas de estas
partes de la ciudad al trabajar para la Embajada del Canadá a lo largo de dos
veranos durante mi época de estudiante.
Mis amigos del trabajo en México |
Cuando se trata de comer en esta ciudad, es el
refugio para el verdadero glotón. Los lugareños mantienen sus tradiciones
culinarias y el placer por la cocina, siendo siempre importante la hora de las
comidas con amigos y familia como tiempo sagrado para compartir. Todos son
bienvenidos a la mesa, hasta el amigo del amigo, de ese otro amigo, quien una
vez fue amigo de una persona que nadie conoce. En cuanto a recomendar algún
lugar para comer, tal como me indicó un mexicano alto y corpulento en un acento
muy típico capitalino: “¡Jamás le preguntes a un flaco dónde se come bien,
amigo!” Qué palabras tan sabias provenientes de un estómago veterano. En el
tiempo que pase en Polanco, un barrio compartiendo un parecido a una
urbanización europea bastante elegante, fui invitado a comer en varios y
difirentes restaurantes para almuerzos
y cenas de trabajo. Desde tacos hasta carnes, de sushi a chistorra, parecen
tener todo para acomodar cualquier paladar y lo mejor, es que todo se prepara en
la cocina del local – al contrario de nuestros países donde todo parece ser un
recalentado de alguna bodega gigante como Costco o Sam’s Club. Es obvio el
pretexto para la pancita del mexicano. Comer es realmente un placer y una
ocasión especial en los círculos sociales. Nadie come solo. Me quedé totalmente
asombrado que al volver a Ottawa, de alguna manera estaba menos gordo que
cuando me fui. Seguramente los ingredientes en la cocina mexicana están
cargados de magia chilanga – bueno, quizás sea algo exagerado, pero la comida
si que era extraordinaria.
Esta ciudad también es increíble para los
interesados en la historia, sobre todo la precolombina. Hay museos de tremenda
categoría y pirámides que aún siguen preservando el recuerdo del ayer,
comprobando al turista que los aztecas realmente fueron genios en la ingeniería
y construcción. Entre las ruinas más espectaculares son las de Teotihuacán,
algo retiradas de la ciudad misma. Claro que deberán enfrentarse a los desafíos
diarios del DF cómo su terrible tráfico – que empeora en tiempo de manifestaciones,
partidos de fútbol, o cualquier otro motivo de agrupaciones populares las
cuales se están volviendo más frecuentes que nunca – significando que se deben
planear muy bien las salidas. Recuerdo haber pasado siete horas en un
embotellamiento debido a un partido de la Copa Libertadores entre el Cruz Azul
y Rosario Central. Jamás olvidaré ese día infame, no porque hayan perdido los
argentinos – ví los resultados en Fox Sports Noticias – pero por el tiempo
perdido que nunca podré recuperar. Por otro lado, cuando menos logré ver a Jesús
Silva-Herzog, un candidato para alcalde, tomando la siesta de su vida al lado
de su chofer. ¡Fue tremendo! Podía prácticamente escucharlo roncar al ritmo del
motor persistente de su vehículo mientras una mosca se paseaba dentro y fuera
de su boca al ritmo de su respiración. El lema de su campaña era “¡Hay que
poner oooorden en esta ciudad!”. Si hubiera logrado ser alcalde de la ciudad,
hubiera totalmente perdido sus momentos especiales para la siesta para poder
establecer ese bendito orden. Bueno, como les digo, hay que planear las salidas
de acuerdo al tráfico.
Mis responsabilidades en la embajada fueron de
ir a varias universidades mexicanas para brindar apoyo al personal de más
antigüedad durante presentaciones y conferencias académicas. Me senté en clases
de estudios canadienses dentro de edificios icónicos de la UNAM, una de las
primeras universidades en el Mundo Nuevo. ¿Quién hubiera imaginado en aquella
época que varios jóvenes intelectuales mexicanos estarían aprendiendo temas
relacionados a mi país de origen? Me entendí muy rápidamente con los
académicos, el personal y los estudiantes, intercambiando opiniones acerca del
TLCAN y el probable futuro de las relaciones bilaterales entre nuestros países.
Ellos tenían un gran interés por nuestra legislación transparente y progresista
en el Canadá, esperando algún día implementar estas ideas contribuyendo a la
democratización de su bienamado país que había estado controlado por un único
partido a lo largo de 70 años. Era interesante darme cuenta que para estos
sabios estudiantes – eran de mi misma edad pero la mayoría de los canadienses
que conocía sabían mucho menos de México que en el caso opuesto – no éramos
todos una manga de gringos viviendo en la misma canasta al norte del Río Grande. Ellos consideraban ese primo
lejano amante del hockey sobre hielo como un socio viable y un potencial alidado en la mesa de
negociaciones contra nuestro vecino común que nos hacía una vida terriblemente
agradable. En realidad, no creo que toma mucho tiempo para que un canadiense y
un mexicano encuentren algo en común que no les agrade en cuanto a la política
externa de los EE.UU.. Lo siento Tío Sam pero tornas ese trabajo demasiado
fácil para el resto del mundo. Esperamos que pronto cambies ese comportamiento
poco comunitario.
En el Palacio Nacional con mi amigo Alejandro |
Si hay tan sólo un lugar que debo recomendar
para visitar, ese lugar que NO deben perderse, es el Zócalo – la plaza de armas
en el centro. Desde el corazón de la ciudad, usted se perderá en el esplendor
de los edificios coloniales y la preciosa arquitectura y caerán en cuenta de
mis comentarios en entradas pasadas donde me refería a la manera en que los
españoles crearon sus asentamientos con una mentalidad militar. El Palacio
Nacional es seguramente una de las construcciones coloniales más impresionantes
y existe una increíble historia detrás de su creación. Aparentemente, los
españoles confundieron los diseños de la cárcel de Lima con el Palacio Nacional
de México, lo cual uno notará al ver unas curiosas oficinas bastante pequeñas,
pareciendo celdas. Al pasear por el palacio, se podrán ver murales pintados por
grandes artistas mexicanos, tales como el internacionalmente conocido, Diego
Rivera. Justo al lado de este edificio, se encuentra la Catedral de México y
algunas ruinas de la Gran Tenotchtitlán, la capital del imperio azteca. Sin
lugar a duda, en esta ciudad vive el recuerdo de un pueblo antiguo en armonía
con la modernidad.
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