Al
cumplir 14 años, ya había vivido en cuatro países y conocido otros siete más.
Nueve años completos de mi vida los pasé como extranjero a excepción de mis últimos tres que fueron
en casa. Seguramente, ya estaba algo acostumbrado a ser un expatriado, lo cual
contribuía a un cierta sensación conflictiva con mi estadía en Ottawa. Era como
admirar una obra de arte en un museo prestigioso, en vez de formar parte de lo
que se pintó en la tela con un propósito. Le brindé a esta nueva oportunidad el
mismo empeño que siempre para que las cosas se dieran positivamente dentro de
un panorama más canadiense, una imagen con la que me sentí muy identificado
durante el largo exilio. El hecho también de una gran timidez tomando el mando
de mi personalidad dificultó mucho la transición. El inglés seguía
protagonizando como idioma en la casa cuando estábamos todos juntos y el
francés dominaba en el mundo académico y al relacionarme con mi madre. El
castellano ya no jugaba el mismo rol en mi vida, siendo muy limitado. Juan
Alberto y sus padres (mis tíos adoptivos) eran los que formaban parte de ese
mundo junto con una cultura muy cercana a lo que recordaba y me hacia sentir en
casa. Era duro para mí relacionarme con mi país pues mucha de la gente que
vivía en mi ciudad me consideraba extranjero lo cual me alejaba más de la bella
hoja de arce roja pintada en mi corazón.
Con mis amigos en Ottawa |
Anteriormente,
el tiempo era el mejor remedio para una transición más fluida y como siempre,
seguida de la estabilidad. Mientras me familiarizaba con lo que me rodeaba,
hacía nuevas amistades e inmediatamente me sentía cómodo. Me convertía tan sólo
en uno más formando parte de una preciosa cultura uniforme. Mi presencia en
esta receta era como agregar algo de sazón para mejorar el sabor. Después de
haber pasado dos años en misión, estando totalmente sumergido en ese nuevo
hogar, jamás me imaginaba que mis días estaban siendo contados. Estas
circunstancias eran difíciles pero nunca pensé en desquitarme con mi padre o su
trabajo, pero esto era lo que sucedía a cada vez. Teníamos que irnos. Desde que
nací mi realidad era la de un nómada, entonces no tenía punto de comparación.
Ahora se me complicaba más hacerme a la idea de acomodarme a un estilo de vida
cuando sabía que nada en mi vida era permanente. Por supuesto que de alguna
manera nos abría el mundo como niños, pero todo tiene su pro y su contra. Por
ejemplo, aunque sentía como si Canadá fuese otra misión de tres años, pero esta
vez estábamos cerca de la familia de mi padre, una enorme ventaja. Aunque no
vivían literalmente a la vuelta de la esquina, este hecho contribuyó
tremendamente a mi experiencia del país con su enorme apoyo y compromiso de
pasar feriados y fechas importantes juntos como familia. Quizás si hubiese tenido
a mi Grandad, mi Tío John y mi Tía Amy o mi Tío Rick y mi Tía Margaret
más cerca como para ir a casa de ellos después del colegio, Ottawa hubiese sido
un capítulo diferente.
Al
iniciarse la primavera de 1995, tan claro como la rutina en el extranjero, llegó
mi padre a casa con noticias de un nuevo traslado. Esta vez, mis padres
sintieron algo más de preocupación al tener que compartir esta novedad con sus
dos hijos que ya era mayores y valoraban su libertad. Lo que más temían era la
posible reacción ante semejante noticia. Se acababan aquí las visitas cada mes
a casa de Grandad, la frecuencia de nuestros encuentros con los Bickford
de Ontario, nuestra canasta de basquet, el jugar con libertad en la calle y los
amigos. Mis padres nos sentaron en la sala, el mismo lugar donde ayudábamos a
poner el árbol de navidad cuando era esa época del año, para darnos la noticia.
Mi padre empezó contándonos que nos íbamos a Lima, Perú por dos años. Lo
primero que pensamos tanto mi hermano como yo, era en un compañero que Brian
tenía en el colegio llamado Daniel Seminario. Éste vivía obsesionado en Michael
Jordan y los Bulls, sacrificando sus responsabilidades de joven adulto por el
deporte – el cual no parecía tener el don para practicarlo – quien también
tenía tiempo de no haber vuelto a su país. Estábamos convencidos que Él no era
la persona adecuada como ejemplo de los peruanos. Mi madre continuó
preguntándonos lo que sabíamos del país y Brian y yo pudimos responder acerca
de los Incas – una gran civilización
pre-colombina la cual vió su luz apagada por la conquista de los españoles. Mis
padres siguieron con una breve explicación de la situación política del país,
mencionando que el gran líder político era Fujimori y que el gran país andino
se estaba recuperando de una casi guerra civil sufrida contra el Sendero
Luminoso.
Recuerdo
que Brian estaba decepcionado con esta partida más que las otras. Él había
hecho grandes amistades, especialmente con Manu, Tariq y Grégoire, quienes eran
chicos muy simpáticos y me trataban bien. Normalmente, me invitaban a
participar en partidos de basquet o a acompañarlos para ver partidos en la
televisión. Mi hermano era todo un joven emprendedor, encontrando oportunidades
para ganar un poco de dinero en la comunidad, podando pasto, limpiando la nieve
de las entradas de las casas y cuidando niños. Muchos residentes de nuestro
barrio lo conocían y el hecho de ser reconocido significaba mucho para él.
Cualquier cosa que se tenía que hacer en la casa, podías contar con él.
Ahorraba su dinero para comprar CDs, posters y otras cosas indispensables para
los adolescentes. Con esta nueva mudanza, el podía ver todos sus logros
esfumarse junto con su libertad de andar en bicicleta a cualquier lugar que
quería. Él no se quería ir. Yo sumé mis experiencias pasadas en esta ciudad y
no sentí una gran necesidad de evaluar los positivos y negativos. Mi hermano
era dos años mayor entonces los elementos en su vida que lo aferraban a Ottawa
eran distintos. Mi mejor amigo, Juan alberto y su familia también se iban rumbo
a Quito, Ecuador (una vez más vecinos), lo que también agregaba al deseo de
partir. Si mis amigos se iban, no veía el por qué de quedarme y quizás el
cambio tendría algo bueno para mí.
Durante la ceremonia de mi confirmación junto a mi familia |
El último verano en Ottawa fue muy corto. Fue
muy aburrido como de costumbre porque mis amigos del colegio estaban fuera de
la ciudad en campamentos y Juan estaba obligado a quedarse en casa mientras su
familia empacaba. Mi Maman dió varias vueltas por la casa poniendo
etiquetas de transporte sobre cada cosa que teníamos: aéreo, marítimo y
depósito. Ya me había acostumbrado a verlas. Marcaban siempre el final de cada
misión. Más tarde llegarían empacadores con un camión enorme para ayudar a
poner nuestras cosas en cajas. Lo que necesitábamos con urgencia iba por avión,
lo demás por barco y nuestros muebles que no nos acompañaban se quedarían en el
depósito esperando nuestro regreso – dentro de dos años por esta vez.
Psicológicamente, esta mudanza fue más fácil para mí porque era por menos
tiempo que las misiones anteriores. Dos
años pueden pasar rápido. Nuestros efectos personales representaban otro
problema pues debían pasar por la aduana al llegar al destino final. Al quedar
la casa vacía, la dejamos tomando el camino que conocíamos de memoria hacia
Kingston, Varty Lake y por último, saliendo de Canadá por el Aeropuerto
Pearson, el mismo puerto de entrada de hace tres años. Me sentía triste al
dejar atrás a mi familia y nervioso al pensar en lo que se me esperaba en Perú.
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