Nuestra
primera expedición para los cuatro Bickford fue rumbo al este hacia la costa
Atlántica del Canadá en el verano de 1993. Nuestra valiente Plymouth Voyager se
vió despojada de los cómodos asientos posteriores, los que permanecerían en el
garaje de la casa hasta nuestro regreso. Necesitábamos todo el espacio posible
para colocar el montón de maletas como si se tratara de un ejército, nevera,
productos enlatados, agua y otros abastecimientos útiles para el viaje, tales
como la gaseosa PC Cola. Por la mañana, mi padre corría como un comandante
persiguiendo un ejército indisciplinado, buscando meternos todos a la nave que
nos llevaría de vacaciones. El objetivo de partida era la ciudad de Quebec, a
la que debíamos llegar cruzando la hermosa pero congestionada ciudad de
Montreal en camino. No podíamos optar por un desvío alrededor de este punto en
el mapa por las carreteras rurales, pues la distancia de 460 kms sería aún más
larga. Mi padre ya se había aprendido cada línea del mapa de la ruta
estableciendo cada punto de referencia importante marcando nuestro progreso. No
debíamos atrazarnos porque la demora nos quitaría tiempo para conocer los
nuevos lugares.
Cabra de guerra galesa con el Regimiento Real 22 en Quebec City |
El
Capitán David se encontraba nuevamente al mando de nuestra aventura,
llevándonos intrépidamente hacia la ciudad de Quebec (una región de la Bella
Provincia increíblemente anti-inglesa) con Brian de copiloto, una
responsabilidad que aprendió durante nuestras estadías en Sudamérica. La
primera parada: el Zoolóligo de Quebec City. Los jardines dentro del zoológico
podían ser comparados a un cuento de Disney, lleno de flores de todo tipo y de
todos colores, el pasto de un verde vivo y lo único que faltaba era que los
animales empezaran a cantar y bailar. Lo más cercano a esto que logramos
observar fueron los monos (sean los orangutanes, los chimpancés o monos)
quienes parecen siempre ser criaturas adorables. No deseo ni abordar el tema de
la evolución – aunque mi padre constantemente me decía que un orangután era
idéntico a su tío George quién jamás tuve el placer de conocer – pero algo en
estos changos, sus expresiones, forma de vivir, lo remonta a uno al pasado y
los mejores momentos en la humanidad. Ese sentido comunitario, la simplicidad y
el buffet todo incluido de piojos demuestran que quizás el hombre cromañón erró
en algún paso que dió por los caminos de la vida. Podríamos aprender bastante
de nuestro hermano simio, sin desentendimientos por barreras de idioma,
tradiciones o culturas que entren en conflicto con su estilo de vida de saltar
de una rama a otra mientras se sueltan en coro a hacer ruidos entretenidos.
Después
nos acercamos al Parque de las Cataratas de Montmorency, un poco afuera de la
ciudad. Nos montamos a un teleférico que nos llevó a la cima de la montaña. Los
británicos construyeron fortificaciones en el punto más elevado de la loma para
sitiar la ciudad francesa en batallas largas y sangrientas por 1756. Al otro día, fuimos
de los primeros a ingresar a la Citadelle (las defensas francesas
durante el conflicto bilateral) para ver el cambio de guardia. ¡Pero qué
espectáculo! Según lo que me explicaba mi padre, lo que lográbamos distinguir
ahora eran las construcciones inglesas pues los franceses disponían de un
fuerte ciertamente primitivo, pero ahora este lugar servía de base para
nuestras fuerzas armadas canadienses del Regimiento Real 22. Nuestros chicos estaban mayormente
desplegados en operaciones de mantenimiento de la paz en Bosnia-Herzegovina. Mientras
tanto, me imagino que los soldados con menos experiencia en combate desfilaban
para nosotros, los turistas, con su chivo en el que tanto confiaban. Varios
regimientos británicos adoptaron una raza de chivo galés como mascota y
realmente, ¿quién no haría un esfuerzo sobrehumano en el campo de batalla por
su país y su chivo? Esto siempre fue nuestra arma secreta, incluso en la guerra
de 1812 cuando los estadounidenses querían invadir nuestro hermoso país. ¿Por
qué fracasaron al intentar de anexar el territorio Británico de Norte América?
Por el cariño y unión inseparable entre soldados y el aura poderosa del chivo
galés.
Al
alejarnos de la joya de la Nueva Francia, veíamos el enorme Golfo del Río San
Lorenzo y la región llamada Gaspésie, Quebec. Estábamos en plena naturaleza
divina. Claro que no era ningún bosque encantado ni aparecían animales exóticos,
pero era el lugar ideal para inmortalizar otro recuerdo estupendo. Arribamos
por esta zona en la tarde cuando el sol se alistaba para despedirse hasta el
día siguiente y como podrán imaginarse viendo un mapamundi, no hay mucha
civilización por ahí. Alguna que otra casa, granja, hostal o motel, cada uno
con algún mensaje para los viajeros por la ruta y el que nadie sabe cómo
reaccionar al recibir semejante noticia: “No hay vacante.” ¡Espectacular! Ya
era algo tarde para volver a Quebec o seguir hacia New Brunswick. Mi padre
insistía que debíamos quedarnos la noche en algún lugar porque era obligatorio
ver la roca Percé que teníamos a pocos minutos en el mar. Al pasar varias
horas, por fin encontramos una opción: pagamos unos $5 para tener acceso a un terreno
de camping, estacionamos la camioneta, bajamos las ventanas e intentamos de
acomodarnos como fuera dentro de nuestro van. Usamos unas toallas para
tapar las ventanas, dándonos la ilusión de privacidad mientras dormíamos
soñando que la noche se tornara a mañana lo más pronto posible. Mi padre y yo durmimos en los asientos del frente (reclinables por lo menos), Maman el asiento del medio y Brian se pidió el piso de acero ondulado al lado de la nevera. No fue la mejor noche para ninguno de nosotros. El día
siguiente al amanecer, estábamos
totalmente agotados y trasnochados al llegar al puerto, nos subimos a un barco
pequeño y dimos una buena vuelta por la roca de Percé junto a un
santuario gigante de pájaros en la Isla Bonaventure. Realmente vimos todo perfectamente pero nos
ganaba la necesidad de llegar a New Brunswick para pasar una noche de descanso
y recuperarnos.
Vista aérea de la roca Percé en la bella provincia de Quebec |
La próxima parada, Bouctouche, New Brunswick
también nos dejó con buenos recuerdos. Pasamos por muchas dificultades para encontrar
nuestro hotel, complicado aún más por la falta de un GPS, el cual no existía
todavía, entonces mi Dad paró para pedir a un sujeto quien tenía un increíble parecido a un pirata
instrucciones. Mi padre le preguntó en inglés, mientras el hombre contestó en
francés entonces mi padre cambio al francés cuando por último, el señor terminó
la conversación prefiriendo el inglés. Un par de minutos medio confusos.
Seguimos las instrucciones del pirata y poco después, el Bouctouche Inn se
encontraba frente a nosotros, revelando su secreto de haber sido un monasterio
en el pasado y no había vacante. Después fuimos al Presbiterio de Bouctouche, una casa antigüa convertida en un hotel. ¡Por fin algo de suerte! Al instalarnos en nuestra habitación, me asomé por la ventana
solo y me dí cuenta que el patio posterior era un cementerio. Éste era el lugar perfecto para grabar un
episodio de Los Cuentos de la Cripta. Luego, cuando ibamos en dirección hacia Saint
John – un pueblo muy querido por mi padre quién pasó su adolescencia allá –
y Saint Andrews By the Sea, vimos el cambio de marea en la Bahía de
Fundy lo que nos dejó anonadados. Se podía ver en algunos lugares claramente el
gran cambio entre marea alta y baja, un promedio de 17 metros de diferencia en
los niveles del mar. Concluimos el
paseo por el Atlántico durmiendo en la planta superior de la casa de alguien
(supuestamente un hotel) donde los que tenían una cierta tendencia de rodarse
inquietamente en la cama al dormir, podían caerse durante la noche por la
ventana y amanecer sobre el techo del coche estacionado afuera. Todos
encontramos un espacio para dormir dentro de la pequeña habitación, con mi Maman
y mi Dad compartiendo la cama, yo a los piés y mi hermano en la cama
plegadiza más chica en la historia – juraba que era una mesa de esquina.
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