El tráfico es un tema que derrumba barreras culturales en el que todos tienen sus historias del combate vehicular. Los
guerreros veteranos de la ruta comparten su sabiduría con los novatos
aventurándose al campo de batalla aconsejando pistas tales como “Aquí en Los
Angeles no nos salimos de la autopista” o “En Caracas usamos atajos para evitar
los embotellamientos.” Lima es una ciudad con sus propias jaquecas
automovilísticas poco comunes en comparación con sus hermanas metropolitanas alrededor
del planeta, por lo menos en contraste con las ciudades que he conocido. Me di
cuenta del terrible tsunami en la marea del tráfico cuando mis padres me
llevaron al Centro Peruano-Japonés, donde quería saber sobre los cursos y ver
las instalaciones de artes marciales. Había seguido tres años de judo en un
dojo de Ottawa, una disciplina de naturaleza defensiva, la cual me ayudó a
mantener una cierta serenidad y concentración. Como dicen, aprender el valor
del trabajo. Deseaba progresar en el Perú, un país contando con una fuerte
población de japoneses. Estos preservaban aspectos de su riqueza cultural
incluyendo las artes marciales antigüas. Lo más inoportuno de este capricho era
tener que cruzar toda la ciudad dentro de un tráfico tenaz y totalmente desorganizado.
La infame hora pico. No puedo acordarme de cuánto tiempo perdimos en este viaje
pero me daba cuenta que el judo tendría que ser agregado al libro de historia
de mi vida. Jamás alcanzamos nuestro meta ese día.
Un dia normal en las arterias de Lima |
Al navegar por las calles de la zona
capitalina, uno pensaría que no existen reglas de manejo. Echar el coche
enfrente de otro es algo normal y todos estan preparados para esas maniobras.
Si uno deja el mínimo espacio no pasará por desapercibido y lo deja a uno como
perdido. Es de esperarse. Las intersecciones se pueden trabar como arterias de
un organismo humano inyectado con una dosis alta en colesterol con tan sólo
cuatro autos, cada uno resignado para ceder un milímetro a otro motorista. La
prioridad era dictada por la Santísima Trinidad del yo primero, yo segundo y lo
que sobra es mío. La supuesta lógica de este mambo era la siguiente: a) es
importante de que yo llegue donde quiero ir; b) los demás son un obstáculo
impidiendo que complete mi trayecto. Las grandes avenidas lucían preciosas
líneas blancas intermitentes (más o menos líneas dependiendo del tamaño de la
avenida), sugiriendo que era una vía de tres carriles. Este concepto fue
acordado seguramente luego de una cumbre internacional de ministros del
transporte y comunicaciones o algo por el estilo, pues parecía ser una teoría
universal. No obstante, la viveza del pueblo peruano determinaba que más coches
podían caber de cada lado de las veredas que delimitaban el terreno de juego. Era un
método tremendamente ingenuo para incrementar la capacidad vial a su vez
presentando una gran oportunidad para los motoristas y sus pasajeros de
conocerse mejor al compartir la espera contemplando una posible llegada del
orden en un veradero estacionamiento. Las líneas divisioras en el pavimento
servían únicamente de decoración subiendo de tono la ya elegante avenida. La
calles más chicas, tales como mi Monte Real en Chacarilla, no habían recibido
esa tal distinción. Realmente, la gran parte de las calles no tenían ni
siquiera letreros marcando sus nombres debido quizás al crecimiento acelerado
de esta ciudad dejando a sus gobiernos respectivos poco tiempo para considerar
otorgarles un certificado oficial de bautizo a estas arterias. El deber de
lidear con problemas socio-económicos era supremo, junto con el desarrollo del
capital humano. Yo imaginaba que los limeños conocían tan bien su propia ciudad
que tener el nombre de las calles era menos que secundario. Aquí me volví un
experto usando puntos de referencia para saber donde estaba o para encontrar
algún lugar específico.
La variedad de automóviles participando en el
carnaval de transporte desfilaba la disparidad económica entre los habitantes
de esta gran urbe. Quizás en el Canadá, mi hogar y última misión, este elemento
se ocultaba mejor por el hecho que los dueños debían cumplir con ciertas normas
y reglamentos permitiendo categorizar un vehículo como apto para transitar. Los
buses conocidos como combis que se integraban a la población eran comunmente de
segunda o tercera mano traídos de Asia – algunos aun tenían anuncios en japonés
– y llevaban pasajeros practicamente colgados por las ventanas gritando a los
peatones al pasar. Si se encuentran en algún momento en esta situación, no se
sientan intimidados. Las voces acompañando la sinfónía motorizada simplemente
anuncian el rumbo del camión. La primera vez que me topé con esto me sentí
nervioso pensando que quizás mi comportamiento o vestimenta era ofensivo de
alguna manera. Lo que pasa es que mucha de la gente que debe acceder al
transporte público no sabe leer ni escribir, entonces así saben qué combi
tomar. Entre otros elementos del paisaje motorizado eran vehículo reportandose
de otra época contribuyendo a un sentido de peligro vial, sobretodo porque los
faros de algunos autos no funcionaban. Puede ser romántico para una pareja de
tortolitos poca iluminación en la oscuridad del auto pero resulta peligroso
para el peatón que se arriesga al cruzar una avenida o autopista como la
Panamericana. Claro que en ciertos lugares habían cruces peatonales pero algunos
preferían hacer correr la adrenalina al probar sus aptitudes olímpicas haciendo
su toreo con el tráfico. Otros inventos preparados para el desfile folklórico
sobre el pavimento era el Daewoo Tico (uno de mis favoritos porque al sacar el
brazo por la ventana podía tocar el asfalto), varios Toyota y Nissan trayendo
consigo recuerdos de los años 80, el Escarabajo o Bocho para los mexicanos, un guerrero incansable de
Volkswagen y Ladas de la era soviética. Esos pequeños coches eran totalmente
indestructibles pero jamás he conocido alguién que cupiera cómodamente en
ellos. Los Tico eran unas máquinas terriblemente diseñadas con el propósito de
desafiar lo aerodinámico. Varias veces vi estos volteados por su forma de caja
seguramente, pero parecía que se podían volver a colocar sobre sus ruedas y
dejar a la persona seguir hacia su destino. Además, si se lograba llegar a una
cierta velocidad, empezaban a levitar.
Los dueños del volante eran sin lugar a duda
los taxistas. Conocían todos los atajos en la ciudad. Aquí no se trataba de
servicios de radio taxi como los que llama uno la noche antes o llama a un
número de central para que lo vengan a recoger. Durante el primer año habíamos
probado varios diferentes servicios, incluyendo uno de los líderes
indiscutidos, EcoTaxi, el cual acostumbraba no mandar a nadie. Un día llegó un
taxista sin mismo haberlo llamado. Gracias a mis amigos, particularme Alejandro
Alves y Glen Swanson, aprendí que para moverme en esta ciudad sólo necesitaba
pararme en la vereda, levantar el brazo al aire cuando se aproximaba un coche y
éste se paraba. Un taxi. No eran de ningún color en particular pues cada uno
era privado y operado por el dueño. Muy emprendedores. Dudo realmente que se
tomaban el tiempo para registrarse en alguna lista. La única manera de asegurarse
de que sí era en realidad un taxi era cuando estaba suficientemente cerca, una
etiqueta pegante en el parabrisa de un color rosado mostraba las letras
T-A-X-I. Una vez que paraba el vehículo, lo primero que hacía uno es decirle a
la persona donde uno quería ir en lo que la persona contestaría informando el
precio. Nunca se dice que sí. Los extranjeros como yo normalmente nos decían
entre $15 y $25 Soles (equivalente en la época de $5 a $8 dolares US) – o pedían directamente dólares americanos –
sólo porque uno tenía pinta de gringo, significaba que era millonario. Si esto
fuese la verdad tomaría un taxi
helicóptero. Normalmente uno contesta a semejante precio con algo
extremadamente bajo, sabiendo que es imposible que el responda
afirmativamente. Ahora empieza el
regateo. Algo instrumental que aprendí
si la negociación va por mal camino, es alejarse de la ventana del auto
diciendo lo suficientemente fuerte “¡No pues, choche!” (para usar una versión
menos colorida y grosera que usa la gente joven). Ahora se incrementa la
posibilidad de que el taxista se dé por vencido. Ahora puede uno volver a abrir
la negociación comprometiéndose a pagar $5 Soles (casi $2 dolares americanos) y
lo más seguro es que lo va a aceptar. Un consejo es de ser justo en cuanto al precio
porque a fines de cuenta ellos necesitan ese dinero para darles de comer a sus
familias. Asegurarse de que no le estén estafando a uno pero tampoco robarles a
ellos, después de todo, es un servicio.
Un precioso Tico desfilando frente a una combi |
Además de conocer relativamente bien la ciudad,
las calles y barrios, muchos de ellos se dedican a otros empleos. No manejaban
taxis porque esa profesión fuese una mina de oro. Me enteré de esto por uno de
los taxistas que me tocó por pura casualidad tres veces en una semana. La
tercera vez le pregunté su nombre a lo que me contestó que sus amigos le decían
Piña. Su cara seguramente pasó por una adolescencia traumática con ataques
severos de acné pues su cutis tenía varios huecos, lo cual le daba un parecido
al exterior de una piña. Él era un abogado titulado de una universidad peruana.
Era también una persona sumamente bien informada referente a los problemas
vividos en su hermoso país y tenía una gran curiosidad por el mundo afuera del
Perú. Su remuneración como profesional no era lo suficiente para poder sacar a
su familia de los pueblos jóvenes. Otros taxistas que conocí vivían situaciones
parecidas llevando una doble vida como policia, ingeniero civil o profesores.
Siempre se lograba distinguir la verdad en sus cuentos compartiendo sus
frustraciones de la vida. Me gustaba charlar con ellos porque me daban algo de
perspectiva de sus mundos y su lucha incansable, poniéndome a mí mismo en una
situación pensando qué podía yo hacer para ayudarles. Eran gente trabajadora y
emprendedora que al parecer no lograban mejorar su estilo de vida. Quién sabe
si algún dia alcanzarían sus metas. Aunque me había vuelto un gran regateador,
siempre les brindaba alguna propina lo cual no se acostumbraba hacer, esperando
que esto ayudaría en algo estos grandes combatientes de la ruta, para alimentar
a sus familias para alcanzar un nuevo mañana. La mayoría de los chicos de
catorce años salían de sus casas para encontrar trabajo y la educación era para
los pocos privilegiados.
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