Inicié mis estudios de educación primaria en el Colegio Francia. Esta escuela forma parte del sistema del “Lycée” un tanto cuanto complejo, el cual garantiza que sin importar el país donde las familias francesas vivan, sus hijos siempre tendrán la misma calidad de educación como si estuvieran de vuelta en Francia. La mayoría de los maestros eran, expatriados franceses, maestros contratados directamente en Francia o bien jóvenes franceses cumpliendo con el servicio militar y cumpliendo con servicio a la comunidad en el extranjero. Recuerdo mi primer día ahí con un terror espeluznante.
Brian y yo, muy elegantes con nuestro uniforme del Colegio Francia. |
La sección francesa tenía un gran patio justo al centro, con montones de niños de todos los diferentes grados de primaria, todos de pié alrededor de este patio esperando el paso siguiente. De repente, los maestros se presentaron en esta área con un parlante gigantesco gritando los nombres de cada uno de los alumnos. Cada que nombraban a alguien, bajaban la cabeza, esto seguido por una revision de zapatos, uno trás otro, y cada cual recordando cada detalle de la libertad que solían tener escapando a todo esto. Este es uno de los momentos en que la vida que te sonreía queda atrás en cosa de segundos.
Lo maravilloso es que eramos niños, y como tales, pasábamos a otra etapa rápidamente. Una vez en el salón de clase, estaba un niño sentado a mi lado que parecía mago con lápices de colorear. Dibujó unas figuras que me parecían sorprendentes. Él miró mis dibujos con una mirada aprobatoria. Nos hicimos amigos inmediatamente. Se llamaba Gabriel Montagne. A partir de ese momento de magia artística, nació una sólida amistad, la cual dió inicio a poder quedarnos a dormir uno en casa del otro y viceversa y podernos reunir con gran frecuencia. Del otro lado de la mesa para dibujar estaba sentada una niña, Caroline, quien se sentía como en su casa en el salón, dando órdenes a todo el mundo, y Douglas, un niño muy tranquilo, a quien su madre lo obligó a entrar en el salón así estuviera llorando. Todos ellos se convirtieron en mis nuevos amigos durante el tiempo que estudié en el Lycée.
El descubrimiento de la hora de recreo fue algo especial. Cuando tocó la campana, todos nos miramos perplejos el uno al otro, luego escuchamos a los niños de los salones contiguos salir de forma apresurada y gritando de regocijo. Eran los veteranos de la escuela primaria quienes ya sabían de que se trataba. Nos precipitamos levantándonos de nuestros asientos para salir rápido para unirnos a la oda a la alegría. Detrás del portón que nos apartaba de la vida real ahí era donde los gladiadores se encontraban. El patio donde habíamos estado anteriormente era de cemento y ahora se convertía en el campo de batalla. A los alumnos no se les permitía traer pelotas a la escuela, ya que estaba comprobado que era una fuente de distracción, entonces los niños más perspicaces usaban pequeñas botellas de plástico como pelotas o balones, a las autoridades no parecía importarles.
Brian y yo en nuestro jardín, Caracas, Venezuela. |
Aquí también dimos inicio a los grandes ‘clásicos’. Los chicos de las secciones francesa y venezolana se enfrentaban todos los días en torneos de 15 minutos. Después de varios partidos, empezó a establecerse una cierta camaradería no sólo con los compañeros de equipo pero también con nuestros adversarios a través del deporte, lo que es normal al tener que reunirse con el enemigo en el campo de batalla. No existía un honor más grande que el de tomar parte en estos partidos, acompañado del respeto que uno se gana. Además, con el transcurso de mis clases de español y la relación con otras personas ajenas al colegio, quienes no eran ni familiares ni el personal de la Embajada, me empecé a sentir cómodo con el idioma y decidí adoptar una nueva personalidad venezolana. De ahora en adelante, ya no se trataba más de William, el niño canadiense. Me convertí en Pancho Bickford. Todo el mundo tenía que saberlo.
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