Cuando
volvemos a nuestra ciudad después de un largo turno de servicio, sentimos
dentro de nosotros como si un terrible vacío se acabara de llenar, encontrar
esa paz que necesitábamos. Puntos estratégicos en este centro urbano desencadenan
una serie de recuerdos al volver a respirar el dulce aire del ambiente,
especialmente recorriendo las calles por las que solía transitar para ir al
colegio, el lugar donde trabajaba uno y eventualmente trayendo más elementos a
la memoria que parecían haber desaparecido. Dependiendo del tiempo pasado en
exilio, algunas edificaciones ya no se ven exactamente como las recuerda uno.
Esa memoria que creíamos fotográfica resultó tomar fotos desteñidas como una
imagen Polaroid. En otros lugares, la naturaleza se apoderó de lo que eran
jardines inmaculados ayer, los colores ya no coinciden y los edificios parecen
haber sufrido ese abandono de tu ausencia. La ciudad pensaba que no volverías.
Otros lugares parecen estar pasando por un boom, radiantes como si quisieran
apoyarte en tus historias que “allá, las cosas son mejores.” La vida siguió sin
ti y ahora los pedazos del rompecabezas mental ya no encajan tan
naturalmente como lo hicieron tantas veces en el pasado.
Maman y yo en la bella Caracas |
Para
Pascua, 1998 – la Semana Santa para los países católicos, pues en los países
protestantes se observa únicamente como un fin de semana de 3 días – Dad,
Maman y yo nos montamos al avión rumbo a Caracas como parte de nuestra
evacuación rutinaria. Maman logró encontrar nuestros queridos amigos,
los Marquez, quienes estaban de vuelta luego de su misión en Quito, Ecuador.
Después de nueve años, ya estábamos de vuelta. Nos avisaron de la misma forma
que cualquier buen amigo lo haría, que quizás no era prudente ese viaje,
principalmente porque Caracas pasó por el quirófano de un cirujano plástico
ciego. La cosa no había cambiado mucho. Este gran sheik petrolero de
Suramérica ganaba una reverenda fortuna vendiendo sus recursos naturales a un
consumidor sujeto a los precios de mercado establecidos por una pequeña mafia
de reguladores conocidos como la OPEC. Sin embargo, este tremendo productor no
quería compartir las ganancias con la gente más pobre del país, sufriendo en
unas condiciones de vida peores que cuando vivíamos allí. Realmente, el cambio más
notable era la taza del crimen que incrementaba a una velocidad alarmante.
Todos conocíamos el peligro, mismo porque cuando radicamos en ese lugar,
tampoco era tan seguro, pero era una oportunidad perfecta para reunirnos
nuevamente con nuestra querida familia venezolana. Normalmente, las
probabilidades mejoran algo cuando se tienen contactos estratégicos que conocen
bien su ciudad.
Jhonny
y Juan llegaron al aeropuerto en Maiquetía, un lugar que conocimos muy bien
durante nuestra misión de 1986-1989. Paseando por el área de llegadas, me sentí
como si el procesador del computador mental estubiese buscando imágenes dentro
de mi registro de archivos guardados, intentando reconocer cada milímetro de lo
que tenía ahora enfrente de mí. Me
sentí como de vuelta en casa nuevamente, y me sentí totalmente feliz. Juan y yo
pusimos las maletas en el baúl del auto cuando noté una perforación circular
sobre la parte trasera en el lado del conductor del Mercedes, de clásico color limón. En camino a Caracas
dejando La Guaira, pregunté lo que causó este misterioso defecto y me
explicaron folclóricamente que algún malandro armado disparó un par de veces en
dirección del auto y sólo una bala impactó en esa parte del vehículo. Todos nos
preguntamos si ese acto de agresión fue provocado o no. Mientras nos
explicaban, nadie pensó paranoicamente en la realidad del peligro en la ciudad
si no que reaccionamos todos ante este monólogo como un hecho curioso de la
vida cotidiana. El señor tenía una gran don para contar anécdotas, totalmente
despreocupado, lo cual hacia parecer cualquier circunstancia como algo cómico.
No se puede decir realmente, que cosas por el estilo nunca nos sucedieron en mi
familia, sobre todo a los que me vienen siguiendo desde el principio. Cuando
uno debe vivir una vida normal dentro de un ambiente de inseguridad, uno se
vuelve desensibilizado y logramos encontrar humor en situaciones complicadas.
La vida se vive un poco más fácil así. Realmente, no hay nada que se puede
hacer para cambiar esa realidad negativa y a veces, en vez de sentirse sin
autoridad, reirse ayuda a apaciguar las preocupaciones aunque sea de forma
temporal. De otra manera, uno terminaría encerrándose en el armario que uno
quiera cómodamente, pero eso hace más daño al bienestar y salud mental a largo
plazo.
Fue
genial ver esos edificios que caracterizan la bella Caracas, como el Teatro
Teresa Carreño, el Museo de Bellas Artes, el Museo de Arqueología, la Plaza
Bolívar y el Capitolio Nacional. Todos estos lugares reactivaron mis células de
la memoria. Tampoco puedo olvidar de mencionar el tremendo sistema de
autopistas de la ciudad. Todos estos monstruos espectaculares de concreto se
ganaron sus propios apodos, tal como el ciempiés y el pulpo, por todas sus
entradas e intercambios de tráfico vehicular. Las calles de Venezuela seguían
mereciendo su presencia en el mapa. Aún dominaba la motocicleta dentro de los
embotellamientos. El mayor cambio dentro de la decoración urbana era el número
de Wendy’s lo que me resultó muy extraño. En las ciudades de Suramerica,
normalmente había visto Burger King y a veces Pizza Hut – tenían los mejores
juegos para los niños – y MacDonald’s siempre llegaba cerca de nuestra fecha de
partida. Ese síndrome de los Arcos Dorados era una coincidencia muy peculiar. En
los años 80 y 90, jamás ví un Wendy’s fuera de América del Norte. La misma
noche en que llegamos a Caracas, fuimos a cenar a Hollihan’s. Generalmente es
un restaurante termino medio en la escala americana pero en los mercados del
sur, tiene un toque más refinado para el público similar al de Tony Roma’s y
TGI Friday’s. Las demás comidas nos trajeron de vuelta a la dieta venezolana
junto con sus deliciosas arepas, tequeñones y el pabellón criollo. Cuando uno
viaja por el mundo, se tiene uno que permitir aprender más de esta experiencia
a través del mundo de la gastronomía, desarrollando su maravilloso paladar – un
verdadero regalo de nuestro creador – y notará inmediatamente la ventaja. Hay
un enorme mundo de sabor fuera de casa. Poder aprovechar la compañía de
nuestros queridos Márquez junto con la respectiva risa y diversión lo que le
agregó aún más sabor a la comida. Una buena comida siempre debe ser acompañada
de buena compañía.
Este regreso a Caracas no tuvo paralelo con ninguna otra experiencia que había vivido hasta la fecha. Cada centro urbano en el que estuvimos en misión se conformaba a una rutina de tres años. Durante este tiempo, yo me volvía parte de esta ciudad, absorbiendo elementos de su cultura, conociendo varios atajos – mi sentido de dirección era igual desde chico y jugaba el papel de un GPS para mi padre para evitar embotellamientos en nuestro camino de punto A a B – y respiraba ese mismo aire que todos los demás ciudadanos. De cierta forma, me ganaba mi lugar en cada magnífica ciudad. No obstante, después de cada misión, siempre empacábamos nuestras cosas sabiendo la alta probabilidad de que nunca volveríamos, dejando ese capitulo atrás en el libro de nuestras autobiografías. Este viaje rompió con ese patrón establecido. Era curioso que, aunque sin importar los años que quedaron atrás, mi lugar entre la gente de Caracas parecía seguir allí como si me estuviese esperando. Aún pertenecía a esa energía que hacía vibrar el corazón urbano de la ciudad. Me sentía entre mi gente con mis queridos caraqueños como si este fuese mi hogar. El significado de hogar parecía más complicado ahora en mi diccionario. Me preguntaba si me sucedería lo mismo al volver a Brasilia y Santiago ya que sentía una gran afinidad por estos lugares mismo sin tener lazos con gente por allá. Venezuela formaría para siempre parte de mi ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario